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Cuento completo La Pisada
4.- LA OBRA – CUENTO COMPLETO:
LA PISADA
La comunidad del alargado barrio, orillado a la única calle de tierra, pecosa de charcos y zurcida de chapas acostados, le guardaba las consideraciones y el aprecio de buen vecino. Cumplía con fidelidad el mandato de su simbiosis cultural al ser hijo de cholo en india. Bautizos, primeras comuniones, matrimonios, velatorios, santos, graduaciones, mingas, huasi-fichays, padrinazgos y priostazgos contaron siempre con su presencia. Desde sus años de juventud asistió a todo evento llevando los agrados, gracias a la mediana posibilidad económica de sus padres y a su temprana vinculación al trabajo, ya como papero, ya como albañil, ya como tejedor, ya como aprendiz de mecánico, ya como carpintero que a la postre constituyó su profesión definitiva. En sus años de mocedad se insertó, como piola en mullo, en las costumbres de la comunidad. Fue cortés, a ratos vándalo, bebedor, mujeriego. Embarazó a dos chicas y negó toda vinculación con ellas. Le nacieron dos hijos de padre desconocido y madres abandonadas. Derrochó el tiempo y el escaso dinero hasta que una muchacha le sentó cabeza. Su sobrenombre, acuñado en la adolescencia por la jorga, se le estampilló para el resto de su vida: su profuso como graneado acné junto con sus poses de karateca frustrado le valió para que le estamparan el mote de Choclo Van Dam.
Cuando más ejercía sus dotes de tenorio, una chiquilla fea, flaca y sin gracia alguna le flechó con sus desencantos. Se enamoró perdidamente y a través de un ingenioso rapto forzó el matrimonio que levantó una polvareda de chismes y comentarios más allá de lo acostumbrado. El casorio, más que alegría convocó tristezas por la fuerte oposición de los familiares de los dos bandos y en especial de la que fungía de novia. Jamás tuvo la seguridad de ser correspondido amorosamente por su esposa pero tampoco se dio la oportunidad de dudar de su fidelidad, pues ella se sometió dócilmente a lo estipulado en los cánones no escritos de las costumbres comunitarias y fue, igual que las demás, esposa sumisa y servicial.
Instaló un taller de carpintería. Mostró un enorme talento para el moldeado de la madera junto a una enorme habilidad para los tratos económicos con sus clientes. Renunció a la jorga, la parranda y las mujeres -a excepción de la suya-. Se volvió un esposo y comunero modelo y le nacieron dos hijos de padre conocido. La comunidad no los calificó de felices porque desconocían el significado, pero los encasilló dentro de los matrimonios prósperos y duraderos.
El viento sopló desde atrás y la economía familiar progresó más allá de lo esperado. Construyó una casa de una planta con cocina, comedor, sala con equipo de sonido y muebles metálicos forrados de corosil. Las paredes exhibían el orgullo de las fotos de la familia, de los antepasados y los diplomas de la primaria y del curso de carpintería. Los dos dormitorios, la letrina y la lavandería complementaban el conjunto de la casa que para toda la comunidad era más que suficiente. Para muchos de sus congéneres pecaba de ostentosa por ser ejemplo de algo que jamás podrían alcanzar. Era de las primeras casas de bloques, con loza fundida en cemento que quedó proyectada para levantar una segunda planta, si algún día crecía la familia –pensaba-. Compró algunos terrenos y otros quedaron a medias en su propiedad al haber sido prendados por préstamos que sus vecinos nunca pudieron pagar. Fiaba dinero y con prestancia accedía a realizar otros favores. No fue chulquero sino, como decía la gente, amigo benevolente que sacó de apuros a muchos comuneros. Chanchos, gallinas, cuyes, vacas, borregos, perros y un burro completaban el entorno familiar y la cotidianidad.
El huasy-fichay de la casa, robustecido por los bautizos atrasados de sus hijos, hicieron de la fiesta la más concurrida y comentada. No faltó ningún vecino ni allegado, pues todos tenían compromiso con él. Se devolvió la mano prestada en ancestral reciprocidad. De los cuatro días de orquesta y dos de disco móvil él solo pagó el primero, los otros fueron ofrecidos por parientes, vecinos y compadres. Los agrados y jochas se desgranaron incesantes durante los días de la festividad.
No se puede decir que llegara a ser un adinerado; ante la jerga barrial “fue un acomodado”. Continuó devolviendo los agrados en cada fiesta de la gente de la comunidad: contrató orquestas y disco móvil para reponer, en su debida oportunidad, lo que a él se le ofreció. Las jochas, al ser devueltas, fueron generosamente aumentadas, preservando y asegurando el futuro de sus próximos festejos, fueran estos de dolor o de alegría, que a la postre el atavismo cultural no hacía distingo de los mismos.
No faltó a las reuniones comunitarias y sus generosas cuotas fueron las propiciadoras de los restringidos desembolsos de sus coterráneos. Fue el infaltable acompañante de las comisiones ante autoridades públicas, eclesiásticas y militares. No aceptó desempeñar funciones impuestas por la comunidad y no ejerció dignidad alguna –no le hacía falta- comentaba.
Festejar el Inty-Raymi estaba entre sus costumbres preferidas. Coplero, campanillero, guitarrero y flautero, su presencia era requerida por hombres y mujeres desde meses antes del gran evento para repasos y chanzas. Fue en uno de estos ardorosos festejos, cuando cumplía el quinto día de canto, baile, comida y bebida, que se le presentó un cólico del santo y dios mío que irremediablemente le tumbó a la cama por varios días. El mal que padecía se prolongó por más tiempo del esperado y la desventura se atribuyó a la exuberante celebración, al exagerado consumo de chichas, tragos, variopintas comidas, frías o calientes, realizadas a cualquier hora del día y de la noche en casas de la vecindad. La idea de visitar a un médico jamás se presentó; en el imaginario colectivo del sector no existía ese criterio. Se acudió al atavismo de las aguas y tisanas, emplastos y cataplasmas, ungüentos y sinapismos, bebidas y brebajes, afanosamente preparados por su esposa y fruto del breviario popular de las mujeres del vecindario.
El dolor y la fiebre abandonaron paulatinamente el cuerpo del enfermo pero a cambio se le incrustó una gran debilidad, una oquedad abisal y un frío crónico. Cuando pretendió ponerse en pie, sufrió de vértigos y mareos que porfiadamente se acuñaron en su malhadado cuerpo. No podía guardar el equilibrio y aunque por tozudez renunció a la cama, no pudo hacer lo mismo a la silla a la que le amarraban con una soga. Cobijado con una frazada encima de su grueso poncho paramero, tiritaba de frío. Debajo del sombrero, amarraba su cabeza una media negra de nylon que sostenía hojas de frailejón, toronjil, ortiga, borraja, tilo, sábila o eucalipto aromático. Hojas de periódico en el pecho y espalda aprisionaban el calor de la manteca de oso y de culebra, del mentol chino y el vaporub, del ungüento curador y del sebo de res, infalibles recetas de la curandera de la comarca.
No había comido nada sólido en doce días, y la mínima recuperación alcanzada se agradeció a las pócimas que inmisericordemente le obligaron a beber durante todas las horas del día y de la noche. El vértigo y el mareo fueron intermitentes pero se le agigantó la oquedad. En sus lamentaciones solía decir que se había quedado hueco, fucucho, solo cascarón; que no sentía nada por dentro, que era pura piel, que apenas era cáscara de huevo, que no tenía órganos, ni músculos, ni venas, ni tripas, ni cerebro, ni nada. Que solo era granadilla seca.
La junta de vecinas, al cabo de interminables lucubraciones, por unanimidad, diagnosticó que era debilidad crónica, anemia concentrada, encanijamiento de médula y raquitismo del tuétano. Disminuyeron los bebedizos y se prescribieron alimentos tonificantes fruto del ingenio popular: leche de cabra, leche de burra, zumo de alfalfa, ponche en vino de consagrar y en vino de las siete carnes, sangre de tortuga, ubre de vaca doncella, sopa de garrón, jarabe de nogal, jugo de sábila, zumo de berro, leche de lactante, caldo de patas, guagua mama, guagua billi, huevos de matrimonio, sopa de pichón, sangre de toro reproductor, sangre de golondrina viajera, pechuga de tórtola, leche con pasas, rompope de maqueño, tortilla de sesos, caldo de 31, morcilla de sangre, sopa de manguera, aguado de gallina virgen, chupé de corvina y de bagre, sancocho de pescado, ají de cuy, huevos de codorniz, chapo, máchica traposa, aceite de hígado de bacalao, ponche en chicha, sango de quinua, caldo de puzún, carne de guanta, fritada de raposa, etc., etc.
La tempestad de recetas de cocina se desgranó gracias a la operatividad de las vecinas. La hacendosidad y el perpetuo cacareo de las mujeres levantó una sana competencia que se tradujo en la abundancia y el esmero con que se preparó lo que aquellas dieron por denominar potajes. Si no fue un suplicio, por lo menos el enfermo lo consideró un castigo de yapa, más terrenal que divino, y se sometió dócilmente al suculento tratamiento con la fe de rellenar el interior del cascarón en que se había convertido.
No fueron pocos los días que duró la rigurosidad del tortuoso tratamiento. Al aumento considerable del volumen del cuerpo enfermo, le acompañó una cizañosa pérdida del color de la piel. Una opacidad deplorable se fotografió en su rostro y su choleado color se fraguó con una pigmentosa palidez. Sus puñeteadas ojeras eran antifaces que acentuaban su agonía. Falta de sol fue el nuevo diagnóstico y, en junta de comunidad, se decidió secarle, como al fréjol, tendido en una estera frente al astro rey.
Los resultados se enrevesaron: la carne se infló, la piel se marchitó, se resquebrajó y se tornó calicanta, cenicienta. El vértigo y el mareo retornaron con fuerza y la profundidad sin fin a la que caía se le acrecentó, y faltó poco para convertirse en un enajenado total. La ciencia del alimento popular y las recetas caseras no pasaron el examen. Triunfó el raquitismo del tuétano.
Agotado el vademécum de remedios domésticos, por recomendación de terceros, quedó como alternativa única el acudir a un facultativo, a un profesional prestigioso de la medicina. Se trasladó al enfermo a la gran ciudad y se le hospedó en la media agua del compadre Julián, que se convirtió en el centro de operaciones de un interminable, costoso y desencantador periplo. Se consultó a toda clase de médicos y especialistas, se le realizaron todos los exámenes inventados hasta la fecha. Se le tomaron radiografías, tomografías, ecosonogramas, encefalogramas, electrocardiogramas y todos los gramas sugeridos y fraguados en clínicas y laboratorios, que fueron minando huracanadamente la economía de la familia. Se vendieron los huagras, los chanchos, las gallinas y los terrenos de la ladera y del pueblo. Se cobraron deudas atrasadas y se prendó el televisor, el equipo de sonido y las herramientas de la carpintería. Se recibió el apoyo solidario de los comuneros, y la economía casi, casi, tocó fondo. Los diagnósticos antojadizos, desacertados y contradictorios así como la falta de eficacia del fosforol, tuetanol, medulanol, loconol, espasmol y futbol, determinaron el tener que volverse cabizbajos a la llacta. Llegaron desalentados, oprimidos, exprimidos y bastante pobres
Se preveía el peor de los desenlaces. El empobrecimiento acelerado, la falta de canales que alimenten recursos, provocaron, no solamente en el enfermo, sino en toda la familia, la agonía de morirse de muerte natural. Se sobrevivía por la inacabable solidaridad de los vecinos y parientes. La vida desahogada, apacible y envidiada de otros tiempos se convirtió en un devenir cansino y suplicioso.
Solamente la circunstancial visita de un lejano pariente prendió una mortecina luz frente a sus escuálidas vidas. El familiar que regresaba al terruño tras largos años de haberse afincado en Santo Domingo de los Colorados, impresionado por el lastimero estado de su primo y la familia, se ofreció a llevarle a su nueva tierra para que alguno de los afamados Calasacón lo curara. La sintomatología era la propicia para que uno de los achiotados shamanes demostrara una vez más sus inefables cualidades de médico tan atávico como popular.
Desde la primera entrevista con el más afamado de los Calasacón, Abraham, se determinó con la mayor clarividencia que Choclo Van-Dam no adolecía de enfermedad alguna que atacara al cuerpo, que era una enfermedad del ánima, se dijo. El diagnóstico irrefutable fue que alguien le “había hecho el daño”. La diagnosis conllevó inmediatamente al tratamiento: limpias, purificaciones, baños rituales, bebedizos, hechizos y pócimas. Toda la gama de la sabiduría ancestral al servicio del enfermo y su sanación; y una floreada esperanza afincándose en el alma. Alguna mejoría experimentó con las primeras sesiones para sufrir luego un enconado estancamiento. Se reforzó el tratamiento, se buscó la inspiración, se convocó a los dioses protectores. En quingueado peregrinaje se persiguió la energía milagrosa en pogyos, fuentes, manantiales, ríos, quebradas, fontanas, hontanares, veneros y surtidores sin que esta apareciera por ninguna parte.
Sabiendo la causa y con el testimonio de los efectos, se debería cortar el canal que los une y el enfermo podría lograr su recuperación, así de simple se pensaba. La vejez merma las facultades y Abraham Calasacón ya está viejo, se dijo y al igual que en la gran ciudad se inició un nuevo periplo consultando a todos los shamanes de la región, obteniendo de cada uno idéntico diagnóstico, análogos tratamientos y similares resultados. A la vaciedad interna, al mareo y la oquedad del doliente se sumó ese irrefrenable fatalismo, ese dejarse rodar al abismo, ese dejarse ir, ese morirse de muerte.
Haciendo práctica del dicho popular de que “nos quede la satisfacción de haber hecho todo lo posible” y ante nuevas opiniones sobre las excelencias de los shamanes de otras geografías, se condujo al enfermo a recorrer la amazonía desde sus riberas hasta sus profundidades. Se le practicaron sui géneris y fantásticos tratamientos: plantas exóticas, hojas de otras lenguas, raíces de otros dialectos, hierbas de raros acentos, baños espirituales, lavatorios sagrados, ceremonias alucinantes, limpias insólitas y el análisis retrospectivo de su vida, su psiquis, sus temores, sus miedos, sus complejos efluviados por la ayahuashca. Los shamanes desenredaron su vida; vieron transparente su pasado pero una nube sólida les impidió determinar la causa primigenia de sus dolencias. No vieron el futuro, era imposible. A primera vista y con una asombrosa precisión evidenciaron el mismo diagnóstico de sus colegas de Santo Domingo: le habían hecho el daño. No determinaron su naturaleza y no acertaron con el tratamiento.
Queriendo desbrozar caminos hacia la esperanza, la bondadosa terquedad de sus allegados le fue llevando por otros rumbos. Se continuó visitando brujos, shamanes, yachacs, magos, hechiceros, nigromantes, sibilinos, videntes, cabalísticos, taumaturgos, encantadores, agoreros, embaucadores y charlatanes. En el abanico de sujetos que consultaron, arribaron al puerto de los legítimos pero también fueron pillados en las redes de los descalificados y explotadores. El nuevo y suplicioso peregrinaje solamente sirvió para minar la poca ilusión que les quedaba.
Como gota caída en estanque, la noticia de que Choclo Van-Dam había sido hecho el daño, fue ampliándose por doquier y todas las mujeres de la comunidad se proclamaron agentes secretos, detectives sin sueldo, iniciando una minuciosa pesquisa acompañada, conforme a la idiosincrasia lugareña, de mucha especulación y fantasía. El cuchicheo de horas, días y semanas orientaron primeramente las soslayadas miradas y los inculpadores ojos hacia las madres de sus hijos de padre desconocido. Como los rumores caminaron por delante de los hechos, a los oídos de las dos mujeres llegaron con celeridad las turbias incriminaciones. Una a una se presentaron, ante el enfermo y sus familiares, las madres conocidas de los hijos de padre desconocido y en actos sinceros, de buena fe, juraron y rejuraron por su inocencia.
En los corazones de toda la comunidad no tuvo oportunidad de anidarse la sospecha de culpabilidad de las dos mujeres, creándose un conflicto mayúsculo porque al enfermo no se le conocieron enemigos aunque, a su tiempo, generó muchas envidias por la desahogada posición económica y su forma de disfrutarla. Entonces los acusadores ojos empezaron a buscar culpables en las imágenes de los espejos.
Rebuscando paso a paso la historia del aquejado, la memoria colectiva descubrió un potencial enemigo en el vecino Victor, el chumadito de la comunidad, que en su contumaz estado de ebriedad y su crónica impertinencia sacaba de casillas al vecindario entero y, en una de ellas, tuvo un entredicho con el moribundo, constituyéndose en el único hecho capaz de izar la bandera de la sospecha. Se diseñó la estrategia y algún pariente del desfallecido, en franco chantaje, con botella en mano, buscó infructuosamente que el borrachito se declarara autor confeso de crimen no cometido.
Al no encontrar culpable alguno y a la vez todos sentirse medianamente culpabilizados –alguna vez le envidiaron de buena fe, decían- se decidieron a expiar culpas sin culpas y como acto de contrición se dedicaron a la cacería de algún milagro. Comenzaron las romerías, unas de cuerpo presente, remolcando penosamente al moribundo, y otras, cuando esto no era posible por su calamitoso estado, por tercerización y encargó a los vecinos romeriantes. Se llevaban velas frotadas en el cuerpo del enfermo, prendas de vestir sudadas de fiebre y se traían algodoncitos impregnados de santidad, frascos de agua bendita, medallas, estampas, escapularios, rosarios, cruces y crucifijos, botones, novenarios y toda una suerte de chucherías milagrosas. Se visitaron santuarios, iglesias, catedrales, capillas, grutas, templos, ermitas, abadías, basílicas y todo recinto perfumado de santidad. Se invocó a San Martín de Porres, Al Sagrado Corazón de Jesús, -por mi culpa- al Divino Rostro, a la Santa Faz, a Jesús del Gran Poder, -por mi gravísima culpa- al Señor de los Remedios, al Señor de las Angustias, al Señor de los Milagros, al señor de la Buena Muerte, -Padre nuestro que estás en los cielos- a Cristo Redentor, al Señor Mío, al Señor Nuestro, a San Antonio, a San Pedro, a San Pablo, - hágase tu voluntad-, a San Juan, a San Judas Tadeo, a Mi Buen Jesús, -Cristo bendiga mi casa, Cristo bendiga mi cama donde me voy a acostar- a San Benito, a San Francisco, al Señor de la Buena Esperanza, a San Cipriano, a San Vicente Ferrer, al Divino Niño, -perdona nuestras ofensas- a la Virgen de las Lajas, a la Virgen de la Paz, a la Virgen del Socavón, -no nos dejes caer en tentación- a la de Baños de Agua Santa, a la del Huayco, a la del Quinche, a la Zambita del Cisne, a Santa Marianita, líbranos del mal- a la Dolorosa, a la Virgen del Cajas, a la Virgen Pipona, -ora pro nobis- a la Madre Santísima, a la Virgen del Ciprés, a la de las Nubes, a la del Cinto, a la del Árbol, -misere nobis- a todo ser divino o terrenal a los que se les consideraba autores de portentos -dale Señor el descanso eterno-. Nadie se quedó sin su oración, su velita y su limosna. Amén.
Toda buena intención no pasó de ser aquello. Nada ni nadie proporcionó mejoría alguna al enfermo y éste cada día estaba más allá que acá. La familia poquito a poco fue impregnándose de resignación, a aceptar el fatídico hecho, la mala suerte.
Las causalidades son al despecho lo que las casualidades a la esperanza. Una amiga de la vecina Mariana, en visita circunstancial y como fruto del elíptico comadreo, se enteró de los avatares del desdichado comunero y le aconsejó a ésta –nada se pierde- a que acudiera a la iglesia de la Santa Trinidad, a que averiguara por el sacristán, que su nombre es Lucho P......, que averiguara por San Bernardo, que preguntara por el libro negro, que puede ser que allí esté el nombre del desfallecido, que a lo mejor allí esté condenado, que no diga por ningún motivo quién le avisó, que sea prudente, que a lo mejor por unos pocos sucres para el sacristán, que nada se pierde con probar; y, que si no hay nada,...... mejor............ o peor.
La vecina Mariana, luego de grandes esfuerzos, se hizo acompañar de la comadre Teresa. En una rareza sui géneris, sin decir nada a nadie, se trasladaron a la mencionada iglesia en donde entrevistaron al lento, perezoso, maloliente y viejo sacristán, quien con pasmosa habilidad eludió dar respuestas directas y tampoco reconoció la existencia de ningún San Bernardo y peor de libro negro alguno. Su larga trayectoria en este tipo de circunstancias le permitió dejar abierta la puerta de la duda en las dos ingenuas mujeres.
El diálogo terminó con menos certezas y más sospechas sembradas disimuladamente por el habilidoso sacristán. Las dos mujeres, en un largo intercambio de impresiones, concluyeron que San Bernardo y el libro negro si existían, pero que para acceder a los mismos debían cambiar de estratagema.
En medio de una chisporroteante excitación se decidieron por buscar una beata conocida del sacristán que les permitiera abrirse paso hasta el santo y el libro, ya no tanto para saber algo del vecino, cuanto para satisfacer la morbosidad que despierta lo oculto, lo secreto, lo inaudito, lo inverosímil.
Rosa María, beata consuetudinaria, amiga de la comadre de la cuñada de la vecina de la vecina Mariana, accedió a oficiar de intermediaria en tan delicada misión. Señalados día y hora y acordado el pago correspondiente para la beata y el sacristán, las dos mujeres asistieron a la cita poseídas por el demonio de la excitación, con el morbo destilando por sus poros. En un rinconcito de uno de los laberínticos zaguanes de la iglesia, en un sitio despreocupado, desapercibido, empotrado en la oscuridad de una descascarada pared, en una bien disimulada vitrina, cubierta por una vieja, plomiza y raída cortina, estaba un santo desconocido, común, corriente, sin ningún sex-appeal, sin rasgos sobresalientes ni detalles que le resalten y distingan. A los pies de dicho santo, acentuando el disimulo con flores y adornos artificiales, reposaba una urna de madera que bien podría pasar
por un cepo de limosnas por la ranura característica de la tapa. Abierta mediante una rara y antigua llave, de su interior brotó un destartalado y manoseado libro forrado con cuero negro y con impresiones en pan de oro de una cruz y la frase “Verba in scriptis damnationis exaltatio sunt”. El frenesí se regaba por los cuerpos sudorosos, la adrenalina golpeaba dolorosamente los músculos de Teresa y Mariana, que consumían ansias y uñas junto a la necesidad urgente de sentarse en el baño. Lucho P...... les manifestó que le indicaran el nombre del enfermo y la fecha aproximada de cuando comenzaron los padecimientos. Las respuestas demoraron en llegar, producto de la tortura a que les habían sometido los nervios. La desilusión comenzó a florecer cuando Lucho P...... les dijo que aguardaran hasta que él volviera revisando a solas el libro en la orfandad de la sacristía. La frustración de no poder empaparse del contenido del libro les desinfló el ánimo.
Pesados minutos se desplomaron en la espesa atmósfera de la habitación hasta que el sacristán retornara pausadamente. Un diálogo inesperado y cortante se concretó entonces:
- ¿Me dijeron que su nombre es Cruz Elías Antamba Araque?
- Ssssss........sí.
- Entonces sí consta en el libro. Jurado y pagado está.
Mientras las dos mujeres intercambiaban miradas de asombro, en un verdadero acto de prestidigitación el sacristán desapareció en el espacio, y en el tiempo que se demoraron en reaccionar, no quedó ningún rastro de él.
La sacudida del aletargamiento demoró algo en llegar. Las dos mujeres, conforme a la naturaleza de sus vidas, no estaban acostumbradas a procesos mentales rápidos, peor aún ante el escueto y desconcertante coloquio. No pudieron descifrar a cabalidad y contento el significado de semejante afirmación. ¿Qué quería decir aquello de que está jurado y pagado?. Como de costumbre y ahora con toda la razón, especularon largamente queriendo llegar a la esencia de lo dicho. Las dudas atormentaban sus pensamientos: pensaban, si fueron engañadas por la sapería del sacristán para justificar el cobro; se decían, si es verdad lo que les dijo, ¿qué hacer?, ¿cómo proceder?, ¿a quién acudir?.
Con mesura y con el secreto que se les desbordaba en cascada por los labios, acudieron a nuevas entrevistas con la beata que se volvió a prestar, a cambio de nuevos pagos, a interceder nuevamente para alcanzar otra cita con Lucho P...... para que les explicara claramente la inscripción en el libro negro y especialmente para la constatación visual y táctil del escrito.
El ducho sacristán accedió a todos los pedidos, pero previo el pago de una considerable suma de dinero que jamás las dos comedidas podrían obtener. El conflicto entonces tomó otro sesgo, el de que ellas no podrían solucionarlo solas. El secreto a ultranza impuesto por el sacristán a las dos mujeres, so pena de que si delataran lo que sabían, serían inscritas en el libro negro con todas las fatales consecuencias que esto acarrearía, tuvo que ser roto cuando primero fueron informados los esposos y ante la impotencia también de éstos para conseguir el dinero requerido, luego, en sesión reservada, los miembros de la directiva de la junta comunal, avocaron conocimiento del hecho. La temperatura en el pequeño cuarto que hacía de sala de sesiones fue alcanzando niveles peligrosos al calor de recriminaciones, inculpaciones y demás desenfados surgidos, especialmente por el machismo característico de esas sociedades. Solamente la urgencia y la seriedad del caso acarrearon la mesura al interior de la habitación. Emanó entonces el ansiado humo blanco, que no era otra cosa que el vapor de los sudorosos cuerpos.
La estrategia para conseguir el dinero solicitado por el sacristán surgió después de dilatadas propuestas y contrapropuestas. Se acordó que se debía convencer a la comunidad de la necesidad de construir la casa comunal, de las ventajas de la misma, del esfuerzo comunitario a través de las mingas, de las contribuciones económicas que debían hacer los moradores. De la curia se consiguió la donación de un terreno y este primer paso provocó la llovizna de ofrendas pecuniarias. La confabulación valió la pena, los dineros frutecieron rápidamente. y apenas se recolectó el capital requerido, se concertó la cita con Lucho P.......
Hoscos, tensos, minimizados, todos los confabulados deseaban, cada uno en su silencio, darle cuerda o ponerles pilas nuevas a los pesados movimientos, a los exasperantes gestos, a los cansinos ademanes, a la irritante pantomima, a los artificiosos modales, a la pedante catadura del perspicaz sacristán que calculadoramente los practicaba, sabiendo de la eficacia de los resultados.
Hojeando y deshojeando las páginas del libro el sacristán. Estirando los ojos para alcanzar todas las palabras los confabulados. Ignorante de todo, abandonado a su suerte el moribundo. Adelantando y retrasando pesadamente las hojas Lucho P....... Cosiendo la mirada a la tentadora escritura ellos. Ignorado y agonizante él. Deteniéndose por fin en la página 247 el chupacirios. Olvidando al enfermo y con el morbo de leer todo el contenido ellos. Cadavérico, con más de muerte que de vida él. Ahora sí con ágil movimiento tapando con el brazo la página el monaguillo. Olvidados del objetivo, queriendo saber de los otros nombres jurados en el libro ellos. Revolcándose en su propia agonía él. Descubriendo apenas la parte inferior de la página el acólito. Chasqueados, leyendo el pequeño escrito asomando bajo el brazo ellos. Resignado a la mala hora, a la mala muerte él. Ellos leyendo lo escrito en grandes y desiguales letras garrapateadas con displicencia:
“19 de junio de 1987. Pisada de Cruz Elías Antamba Araque.
J.M.B. paga para la bendición de San Bernardo para que la pisada de Cruz Elías Antamba Araque, tomada del pie derecho descalzo de una cocha de lodo y enterrada bajo el árbol de capulí del terreno del deshuellado, sirva para vaciar sus sentimientos, su alma y su cuerpo. Jurado y pagado”.
Que se les apoderó el asombro es poco decir. De primera mano no entendieron lo que decía, peor lo que significaba el escrito. Pidieron leerlo y releerlo, tocarlo, sentirlo y acosaron al sacristán hasta que la tempestad de preguntas quedó aclarada totalmente.
Satisfechas las curiosidades, entendidos todos los significados, la petrificación corporal fue desatando las amarras. Previo el pago adicional de algún dinero extra, Lucho P...... también les indicó la forma de deshacer el maleficio:
En una funda plástica, en un amarrado de trapos debe estar la pisada. Si quieren que el enfermo se cure, si quieren que el culpable, el envidioso sufra las consecuencias, deben tsancar la huella y quemar todo.
Desaforados, como locos –decían los que les vieron- llegaron a la casa de Cruz Elías; sin explicación alguna, como gallinas, comenzaron a escarbar, a raspar, a cavar alrededor de todos los capulíes del terreno trasero de la casa hasta que alguien encontró un envoltorio que se ajustaba a lo descrito por el sacristán.
Con el temor caminando por delante, pero a la final con la curiosidad postergando a la prudencia, procedieron a abrir el atadijo dentro del cual encontraron una costra de barro con la clara huella de un pie derecho. Las palabras fueron innecesarias y las miradas suficientes para provocar la acción. A palos y piedras destrozaron la maléfica evidencia. Una fogata, alimentada por continuos chorros de kerex, iluminó la noche y el ánimo de los presentes.
Las explicaciones a la más crecida muchedumbre que se fue dando cita duró horas y en el tiempo venidero se repitió cientos, miles de veces, aumentada y disminuida, real y fantasiosa, hasta que quedó como nueva leyenda que enriquecía la ya rica tradición mítica de la comunidad.
En el transcurrir de unos pocos días el moribundo fue regresando al más acá. La vaciedad, la oquedad, el vértigo y el mareo desalojaron paulatinamente el cuerpo y se fue llenando de alma, de entrañas, de color y de sonrisas. Poco a poco se fue integrando a la vida cotidiana y al hacer comunitario y supo que, después de lo pasado, tenía una enorme deuda de gratitud y de compromiso con toda la comunidad, que –hoy más que nunca, decía- debía ser más cumplidor con sus obligaciones.
Así lo hizo. Comenzó su reinserción en la vida comunitaria. Aún convaleciente, asistió con los respectivos agrados al velatorio y funeral del vecino José María Bautista, antiguo y secreto pretendiente de su esposa, fallecido a causa de una extraña y precipitada enfermedad.
Noviembre 2000
Ramiro Velasco Dávila